ILIMITADAMENTE HECHIZANTE by DiablodelAlma 

Valerio procrastinaba desconcentrado. El fabuloso recuerdo de su esposa le obsesionaba.
Entró su ayudante Dora y le encontró abstraído en las fotografías personales que humanizaban su diseñado y frío despacho.
Estaba raro el jefe, contento pero raro.
Ni la había mirado y eso constituía una afrenta para su desmesurada vanidad. Dora no soportaba no ser deseada y no estaba acostumbrada a ser ignorada. Ya le fastidiaba que Valerio no babeara ante ella, como todos, pero es que ese día, además, se percibía absolutamente invisible e insonora para él. Lo cual la resultaba intolerable.
Permanecía embobado con la foto de la tiesa y borde de su mujer. No estaba mal la matrona. Debajo de su sobrio y discreto vestir se adivinaba una mujer muy apetecible y, a juzgar por la devoción de su cegado marido, bastante más que eso ¡A saber lo tremendamente puta que debía ser la aparente mojigata! ¡Qué haría en la intimidad para engancharle tan enamorado y feliz!

Pero ella era Dora, la espectacular e irresistible Dora, la irrechazable Dora. Ante ella se arrastraban los hombres desde que tenía uso de razón, era lo suyo. Cada mañana se miraba al espejo y lo corroboraba narcisista. Cuando tenía quince años, los profesores balbuceaban ante sus encantos y su compañeros de clase se mataban a pajas imaginándola; a los veinte, los hombres de toda edad y condición le ofrecían tartamudeos y mundos a cambio de su cercanía; a los veinticinco casi no podía salir a la calle y todos abultaban sus pantalones ante ella; a sus actuales veintisiete, sin compromisos afectivos, había decidido centrase en su deseada profesión y acabar de formarse con uno de los más independientes y respetados abogados de la capital -ya tendría tiempo de ganar dinero a espuertas, cuando hubiera absorbido el conocimiento y prestigio que la faltaba-, que no el más espabilado ganando dinero. No quería depender de nadie, quería ser intelectualmente brillante y atiborrarse de ganar dinero por sí y su valía, no por su físico. Eso no quitaba para que su espectacularidad no debiera ser reconocida constantemente.
Dora jamás conoció a una mujer que estuviera por encima de ella. Había rechazo todo tipo de trabajos de modelo y proposiciones de acompañante de alto nivel porque ella era incluso superior a su físico, su mente era privilegiada. Y lo que quería lo tenía.
De familia bien, no la faltaba de nada ni tenía urgencias ni necesidades. Quiso trabajar de ayudante de Valerio, el solitario, antes de montar su propio despacho, y lo consiguió con un expediente de matrícula de honor y un escote pronunciado. Y en ello estaba. Nunca se planteó ninguna aventura con él, aunque independientemente de la edad le resultaba atractivo. Pero que Valerio no la hiciera caso, que no la mirara, que hubiera una mujer, aunque fuera su esposa, que la eclipsara, resultaba insoportable a su desmesurado ego.
Indignada con Valerio porque no la admirara, decidió que ya era hora de que lo hiciera y empezara a formar parte del común de la humanidad con pene –y sin él en gran medida-, que había tenido el honor de cruzarse con ella. Debería turbarse y doblegarse ante sus encantos y luego sufrir su indiferencia después, como todos, ¡faltaría más! Y su esposa debería aceptarlo y conformarse, como todas, con el hecho de que no decidiera quedarse con su marido y su vida. No podía evitar ser ilimitadamente hechizante y desmesuradamente envanecida.
A las 13.57 horas, sin nadie más en el despacho y sin que se esperaran visitas, Dora se desabrochó un par de botones de la camisa, se despojó del sujetador y se acortó la falda doblándola por la cintura, mostrando piel, mucha piel.

Lorena tenía ganas de ver a su marido y decirle, una vez más, cuánto le quería, así que decidió sorprenderle e ir a buscarle al despacho para ir a comer juntos. A las 13.59 horas, giró la llave de la que disponía y abrió la puerta. Inadvertida, se dirigió al despacho de su cónyuge.
Y la sorpresa se la llevó ella.
Justo en ese momento, la despampanante Dora se introducía exhibiéndose descarada en el despacho de su hombre, dejando la puerta entornada tras de sí.
Lorena sigilosa se acercó y espió preocupada.
Observó a su marido sentado en su bufete y a Dora de pie ante él, cuál Venus resucitada e indudablemente provocativa. Lorena, angustiada, se temía lo peor, tenía ganas de llorar, ningún hombre resistiría ante semejante muchacha, su belleza, su juventud, su lozanía…
Lorena se comparó, injustificadamente insegura y acomplejada, semejante a un patito feo y maduro, frente a la perfección de Dora.
-¿Quieres algo? –preguntó Valerio al oírla entrar al tiempo que alzaba la vista para, estupefacto, descubrir a su espectacular ayudante con los excelentes pechos asomando por la desabrochada blusa, las modeladas piernas mostradas muy por encima de las rodillas y sus hermosas facciones sonriéndole.
-¡Sí! –Dora se sentó sobre la mesa y se mostró aún más- ¡Me gustaría que nos conociéramos mejor personalmente! –Dora se agachó sobre él, exhibiendo ya descarada sus firmes mamas- ¡No todo es trabajo en esta vida! –Dora se puso de pie sobre la mesa, se abrió totalmente la blusa y se bajó la falda, quedando sobre sus tacones en minúsculo tanga ante él, el sueño de todo hombre, y alguna mujer, que la hubiera conocido- ¿Qué te parece?
Lorena estaba a punto de llanto.
Valerio se subió a la mesa y agarró a Dora con ambas manos de los hombros, mirándola directamente a los celestes ojos, a punto de beso.
-¡Eres preciosa! ¡Me siento halagado! –Valerio la observaba cual si fuera una obra de arte.
Lorena estaba carcomida de ira y celos. Lágrimas brotaron de sus apenados ojos.
-¡Eres pura e insuperable tentación y lo sabes! ¡Inteligente, educada y bella! –continuó Valerio- ¡Lo que pasa es que yo amo infinitamente a mi mujer! ¡Ella es mi vida y mi religión! ¡Y no podría hacer nada que la molestara ni en pensamientos! ¡No puedo corresponderte! ¡Y mira que estás bien!
Dora no se lo podía creer, la estaban rechazando. Lorena casi que tampoco.
-¡Todos tenemos un mal día y hoy ha sido el tuyo! ¡Eres joven y válida! ¡No lo tendré en cuenta! ¡Pero no vuelvas a confundirte! –Valerio fue tajante.
Lorena, a punto de exultante orgullo, más enamorada que nunca, transformó en felicísimas sus lágrimas.
Le deseaba desesperadamente.
E impensadamente irrumpió en el despacho.

Sorprendidos por Lorena, sobre la mesa ambos y casi desnuda Dora, la circunstancia se tornaba ciertamente inexplicable para Valerio.
Y, aunque no fuera lo que parecía, o tal vez por eso, Valerio desolado desistió de explicar lo increíble. Dijera lo que dijera, Lorena no le creería.

Pagaría por el pecado no cometido, se arrastraría y suplicaría indulgencia, aún a sabiendas de que sería casi imposible obtenerla de su fuerte carácter.
-¡Tú, golfa, fuera! –Lorena ordenó.
Dora se bajó de la mesa y, recogiendo sus ropas, apresurada abandonó la estancia al matrimonio. No pudo evitar quedarse espiando en la puerta, como antes lo hiciera Lorena. La curiosidad sobre la dama la mataba.

-¿Qué tienes que decir? –Lorena obvió el haber escuchado la conversación y conocer la verdad.
-¡No te esperaba! -contestó Valerio.
-¡Obviamente! ¿Nada más que contarme sobre la escenita?
-¡Ha sido una extraña confusión! ¡Nada malo ha ocurrido! ¡Sabes que te amo y que te soy fiel!
-¿Lo sé? –Inusualmente malévola y libidinosa, Lorena disfrutaba la situación de ficticia superioridad moral, su ardiente cuerpo se lo pedía, aunque también le hubiera comido a besos y muestras de amor- ¡Ya veremos lo que sé! ¡Baja de la mesa y desnúdate frente a mí!
-¿Cómo?
-¿La pelandrusca de tu ayudante te ha nublado el entendimiento? ¡Ven aquí y desnúdate! ¡Ya!
Dora observó con la boca abierta como Valerio, obediente y en silencio, se situaba frente a su mujer y se quitaba las prendas ante la severa impaciencia de su ordenante. Y la observó a ella también, y comenzó a entender. Si mirabas, la veías, captabas su carácter, su personalidad, sus labios, su elegancia, sus controladas curvas, su cuidada melena, su madura fascinación, su sofisticación, su insondable atractivo… Lorena era toda una mujer a la que amar.
Valerio quedó en cueros y medio erecto, pese a la situación, o precisamente debido a ella.
-¡Así que te gusta tontear con chicas jóvenes! ¡Ya no soy suficiente mujer para ti! ¡Supongo que querrás divorciarte!
-¡No, no es cierto y no quiero divorciarme! ¡Yo solo te quiero a ti y haría lo que fuera por ti! –Valerio desesperaba de poder perderla.
-¡No sé si creerte! –Lorena no se cansaba de que le confesara su amor-. ¡Tal vez te conceda una oportunidad!
Inesperadamente Lorena comenzó a desnudarse. Primero se quitó la chaqueta, después, ante el asombro de la oculta y de Valerio, y frente a éste, bajó la cremallera lateral del vestido crudo y dejó que se deslizara hasta sus tobillos. Lo desenganchó. Y desenganchó el sujetador, quedando ante él casi como antes había quedado Dora, en tacones y en tanga.
Valerio se derretía ante su airada e intocable mujer, desmesuradamente empalmado. Dora no perdía detalle. Por primera vez en su vida se sintió humilde e inferior ante otra mujer. Contemplaba a Lorena fascinada por su deslumbrante madurez, sus proporcionados pechos coronados de indescriptible perfección en sus puntas, la melena a media espalda, sus tonificados brazos y piernas, su árida sugestión.
Tomó asiento la controladora en un confidente. Cruzó las piernas. Quedó oscilando su pie izquierdo.
-¡Arrodíllate y quítame el zapato! –Lorena ordenó secamente.
Y Valerio se ahinojó junta a ella y cuidadoso la desacopló el izquierdo.

Dora, anonadada, no perdía detalle de la inimaginable escena. Ni siquiera se había vestido y permanecía absorta con la falda en la mano, mirona en inferior ropa interior y zapatos, como su “jefa” ahora, más la blusa abierta. Húmedo calor arribaba desde su vulva, “in crescendo”.
Y más estupefacta quedó aún cuando la severa señora comenzó a acariciar con el empeine los testículos del señor. Éste agarró el tieso manubrio y, tras visualmente casi pedir consentimiento, tácitamente otorgado, lentamente se dedicó a masturbarse hasta nueva orden, que a los pocos minutos se produjo.
-¡Vuelve a calzarme! –exigió Lorena.
Y Valerio la calzó.
Lorena se alzó ante él y adhirió su entrepierna al rostro de Valerio, sus rodillas al pecho y, entre sus tobillos acogió el elevado mástil.
Agarrando la nuca masculina con ambas manos, la atrajo hacía sí. Valerio, obligado y agradecido, bucalmente la homenajeó husmeando por encima del escueto triángulo textil.

Al mismo tiempo, Valerio deslizaba su pene por el estrecho hueco entre los delicados tobillos, como un can restregándose.

Dora apoyó la mano izquierda sobre su cada vez más encharcada sexualidad.

Al rato, la esposa se giró y continuó de pie, con las rodillas juntas. El esposo volvió a encajar su miembro entre los maléolos y entusiasta retomó su copulador movimiento.
Quedó ahora el magnífico trasero de la diva a la altura de su cara. Lo chupó y mordisqueó devoto.
Lorena se lo permitía y, afectada por la situación, removía sus suaves nalgas sobre él. La agradaba su marido… ¡la enloquecía! ¡De siempre la volvía loca perdida!… ¡le amaba tanto!…

Dora introdujo su mano en sus bragas. Se aliviaba ya descaradamente imaginándose en el lugar de Lorena. Su dominio y control la derretían, psicológicamente cachonda como nunca.

Aceleró Valerio la fricción en los tobillos y los besos en glúteos.
Aceleró Lorena su oscilación e iluminó con su sonrisa al mundo.

Aceleró Dora sus masturbadores tentáculos.

-¡Ven aquí, Dora! –Lorena inesperada e imperativa la sorprendió- ¿O te creías que no sabía que estabas espiándonos? ¡Ven ya mismo, así, como estás!
Dora, avergonzada, asomó del todo. Con la blusa totalmente abierta, sujetando la falda y ocultando sus caderas.
-¡Suelta la falda y vuelve a meter la mano donde la tenías! –Lorena despótica la ordenaba- ¡Hazlo y no me hagas perder la paciencia! ¡Sigue tocándote!
Dora, autómata e incomprensiblemente hipnotizada por la señora de su jefe, dejó la prenda en un sillón y obedeció. Introdujo su mano en su braguita.
-¡No creerás que voy a permitir que vuelvas a trabajar con mi marido sin más! ¡Mereces un escarmiento! ¡O salir para siempre por la puerta! ¿Qué prefieres? –Lorena interpeló.
-¡Me gustaría seguir aprendiendo profesionalmente con su marido! –contestó Dora.
-¡Muy bien! –Lorena tomó una larga regla de la mesa de su cónyuge.
Valerio asistía estupefacto, arrodillado tras Lorena y expectante, en todo lo alto su ánimo.
-¿Por qué estás tan excitada? ¡Y no se te ocurra mentirme! ¿Tanto te gusta mi marido? –Lorena la interrogaba de mujer a mujer, ante su hombre, casi desnudas las dos.
-¡No he hecho nada reprochable con su marido! ¡Él la respeta y no la engañaría nunca! –Dora se sentía intimidada y sincera como nunca ante la señora, mientras continuaba tocándose lúbrica y lubricada.
-¿Y tú? ¿Me engañarías tú?
-¡No quería molestarla! ¡Ha sido un desafortunado pecadillo de femenina vanidad! ¡Precisamente porque no me hacía ni caso por su amor a Vd.!
Valerio continuó incontenible la fricción entre los tobillos de su diosa.
-¡Eres una golfa! ¡Y mereces un castigo! ¡Los dos lo merecéis! ¡Así que, si tanta necesidad de sexo tenéis, y tan arrepentidos estáis, vais a quitaros las ganas y purgar aquí y ahora! ¡Seguid aliviándoos!
Valerio continuó.
Dora, desatada de lujuria y desvergüenza ante su descubierta ejemplaridad, acató y manipuló sin pudor en el mojado interior de su tanga. Sus firmes y abundantes pechos se erguían fastuosos.
-¡Bájate las bragas! ¡Alíviate totalmente exhibida a mi vista y a la de mi esposo! ¡Como una buscona desvergonzada! ¡Como lo que eres! –Y al decir esto, la propinó cruelmente satisfecha un sonoro azote con la regla, al que siguieron otros.
A Dora aquello la podía, jamás la habían hablado así, jamás la habían tratado así, jamás la habían humillado así, jamás se había sometido así… jamás había conocido a una mujer así… jamás había estado tan cachonda… jamás había estado… así. Se bajó el tanga, que quedó trabado a medio muslo en sus entreabiertas piernas, y frente a Ella, se engolfó en su autosatisfacción. Porque Ella lo quería así.
Valerio continuó entusiasmado su ejercicio.
Dora mostró un sorprendentemente velludo triángulo dorado. Agitó su clítoris inmerso en el boscaje, untó toda su raja de los líquidos que abundantes fluían de sus entrañas y que desinhibidores y deleitosos la poseían.
Otro reglazo en sus posaderas. Incrementó el circular masajeo de su femenino penecillo, mientras con la otra mano recorría sus interioridades. Suspiraba y gemía con los ojos extraviados, o mejor, inspirados en la desnuda y castigadora Lorena
A Lorena perturbaba la circunstancia, su propio comportamiento la trastornaba feliz y segura de sí misma, más que nunca. La llenaba el rol, la ponía a trescientos, la enriquecía personal y psicológicamente. Tenía más ganas que nunca, y siempre las tenía, de amar a su amante hombre.
Se separó del par de afortunados escarmentados y se apoyó sentada en el escritorio del despacho.
Ellos quedaron atentos.
-¡Venid aquí! ¡Arrodillaos ante mí! –Realmente disfrutaba de su arrogado mando, obedecido sin rechistar como perritos por su par de voluntarios subyugados.- ¡Y seguid!
Se situaron uno a cada pierna, posados de hinojos, masturbándose ante Ella incondicionalmente.
Lorena posó el empeine de su zapato izquierdo en el matojo de Dora y, ésta, enloquecida por el contacto, se montó sobre la bienaventurada extremidad y, atrayéndola con una mano hacía sí, la otra masturbándola con ansiedad, cabalgó frotándose desparramada como una perra.
Sobre la otra pierna, rítmicamente se la meneaba Valerio extraviado como un perro.
Dora y Valerio jadeaban como animales, cada vez más acelerados en sus estimulaciones.
El corazón de Lorena latía a la misma velocidad que las manos y caderas de sus penitentes.
Las pulsaciones en los genitales de los tres, disparadas se manifestaban somáticas. Convergían complacientes en gozo.
La vara de contar centímetros y trazar rectas flagelaba periódicamente nalgas, sumando estimulación.
Bufando eyaculó a ríos sobre la pierna de su esposa. Valerio se vació manual, complacido de complacerla. Complaciente de su adorada desposada.
Aullando se convulsionó Dora sobre su montura, prolongadamente, con los ojos en Lorena y las facciones felizmente desencajadas. Se culminó sobre Ella entusiasmada y licenciosa, facultada y libre. Un orgasmo inolvidable. Una experiencia impensable. Un júbilo incalculable. Una gratitud soberana.

Tanta gente conocida y tan poca de verdad. Y al fin alguien de quien inspirarse y a su cómo aspirar. Al fin había encontrado Dora un modelo de vida en quien reflejar. Lorena aparecía como toda una señora, un ser superior. Ejemplar pública dama. Irresistible privada hembra. Plenitud vital.
Valerio ya lo sabía y a su lado permanecía leal y egoísta. Íntimamente secreto e indiscriminado sin límites, socialmente intransigente e inatacable en dignidad y ventura.
-Señora… –Dora, que permanecía de rodillas, destensada y lúcida, tuvo irreprimible necesidad de ofrecerla su fervor-, quisiera decir algo.
-¿Qué quieres, golfa? –implacable se mostraba Lorena con la peligrosa, hasta entonces, joven.
-Quisiera pedirla disculpas por mi infantil e inaceptable comportamiento con su marido, y rogar que me disculpe, por favor –Jamás Dora fue tan humilde-. ¡Estoy totalmente arrepentida y haré todo que Vd. quiera y me pida para obtener su perdón! –esto último no sonó tanto como una disculpa, sino más bien como un ofrecimiento, una súplica.
-¡Mucho os queda por penar mi perdón! ¡Ya veremos si algún día lo llegáis a merecer! ¡Por lo que a mí respecta, vuestra penitencia será perpetua hasta que me canse o decida perdonaros! ¿Algo que objetar?

-¡No, mi amor! –Valerio consintió aliviado.
-¡No, señora! –Dora conformó venturosamente vencida.
-¡Pues vístete, zorra, y a tus tareas! ¡Y tú vístete también y bajemos a comer, que aleccionaros me ha dado hambre!
Los tres recompusieron su atuendo.

Ya de pie, a su lado, tras un lapso, Lorena le soltó un tremendo bofetón a Valerio, que le pilló por sorpresa.
-¿Me quieres todavía? –relajada le preguntó.
-¡Sí! ¡Y cada día más!
-¡Que no se te olvide jamás que eres mío!
Y Lorena le arreó otro bofetón.

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