El combustible del infierno by Ishiguro
VIERNES 8 DE MAYO 2019
Cuando la oyó, al cabo de las horas, entrar en la sala, no se atrevió a levantar la vista porque, desde luego, jamás la miraría a los ojos sin su consentimiento. Lo consideraba un atrevimiento (desde luego que le había quedado claro, desde el principio, que ella no se lo excusaría). No dudó que viviría como una infracción intolerable que se pusiese frente a frente, así, sin más, a su mismo nivel, y que se permitiese la necesidad de contemplar sus pupilas verdosas y sus labios encarnadísimos mientras se pronunciaban las palabras que él deseaba y a ella le obligaban.
Llovía a mares. El torrente de agua que se abalanzaba sobre la acera le salpicaba las perneras de los pantalones, pero él no parecía darse cuenta de lo empapada que llevaba la ropa. Mucho antes de llegar al portal había cerrado el paraguas de repente. No sabía muy bien por qué, pero intuyó que le facilitaría leer los números de las casas y le ayudaría a llegar unos minutos antes. Le dolía el estómago y notaba cómo se le aceleraba la respiración según avanzaba.
Un portal con dos o tres plantas liofilizadas, el mármol y el cristal de las paredes, un ascensor y justo a la vuelta el montacargas. Dudó. El ascensor… pero inmediatamente lo adivinó. A cada instante habría que asumir una incierta determinación que le diseccionase cada uno de los pensamientos y recuerdos antiguos e imposibles que, sin saber muy bien por qué, le empujaban a abandonar… Con lo que le pareció un colosal esfuerzo, aunque sólo le supuso un brusco movimiento, uno de los muchos tics que se descubría últimamente, con los labios entreabiertos para devorar las pequeñas gotas de agua que le resbalan desde la punta de la nariz, presionó el número del piso y se dejó ir.
Sólo la escuché y no tenía ninguna certeza de haberlo hecho: “las manos sobre la mesita, y las rodillas sobre la tarima… no te muevas hasta que te lo ordene”. Se atusó el cabello, se maquilló, se enfundó un vestido azul francia y unos zapatos crema, tomó el maletín y Salió sin siquiera mirarme. Yo permanecí en un silencio irreal, inerme y fascinado.
Permanecí en silencio durante una hora hasta que comenzaron a hormigueárseme las rodillas y los muslos. Intenté concentrarme en un punto del cristal en el que se podría apreciar un poco de polvo, en la portada de una revista al fondo, en la bandeja que casi toca el suelo, un fósil, una pipa de madera y hojas y pétalos secos. No deseaba pensar, no creí haberle oído nada sobre eso. Escuché el estómago y no deseé hacerlo, noté la dureza de los gemelos, el agarrotamiento de los dedos de los pies y lo deseché también. Recordé el sol del verano en ‘el florido’, el fuego que brotaba de la tierra mientras paleábamos el trigo. En ocasiones mi padre nos permitía mojarnos la cabeza con el agua del tonel… o, al menos, nunca se quejó por ello. Nos despertaba a mi hermano y a mí a las tres de la mañana, antes de nada, y nos montaba en el remolque. A las cuatro ya estábamos cargando lo que no hubo más remedio de dejar sobre una lona en el parao el día anterior. A veces le prestaban algún remolque y yo me los traía en reata hasta el pueblo para descargar en el almacén.
Creo que tenía catorce años cuando me masturbé por primera vez. Lo recuerdo perfectamente, como si hubiese sido hoy, por diversos motivos. El corredor; las cámaras durante el verano mantenían una temperatura agradable, sobre todo a la hora de mayor calor, durante la siesta. Lo recuerdo como si fuese hoy mismo. El atadero alrededor de mis huevos y presionando con fuerza el pene, las vigas por las que pasé la soga y el tirón que casi me hace perder el equilibrio. El dolor que al principio resultaba incómodo pero que, al poco, casi inmediatamente, se volvió suave y dulce. El nudo corredizo alrededor del cuello y el nuevo tirón, ahora con más cuidado, con más miedo. La tensión y la necesidad de subirme al zoquete de madera y sujetar la cuerda con fuerza a la viga, de puntillas, sin apenas tocar el madero, casi con asfixia… me parece que deseé que el esperma fuese una fuente que pudiese regarme los labios.
Me obligué a no parpadear. Pensaba que no se había referido a los párpados, ni a los labios, tampoco a que los dedos de la mano se moviesen a derecha e izquierda abriéndose y cerrándose, pero fue una frase tan corta que apenas cabía el pensamiento en ella. La orden no se ajustaba, tal vez, a lo dicho… sin duda iba más allá, estaba injertada en su mismísima voluntad y, claro, no podía ser de otra forma, respondía sin duda a un propósito, doblegar los restos de mi cordura y arrojarme, después, sin duda, a la calle.
Don Mariano, como siempre, ni me miró. Era un ser lejano que, por supuesto, ya ha muerto hace infinidad de años. Nos habíamos escapado a la alberca del tío Sotero. Me recuerdo desnudo, y a Carmelo, y al Agustinillo… y, cómo no, a Juan de Dios. Juan de Dios nos sacaba más de la cabeza en todo lo que se proponía. Fumaba ideales. Y yo, como siempre, ruborizado y tartamudeando, entré en el estanco de la tía Elisa y le pedí una cajetilla. No pude contenerme y giré con ella en la mano, eché a correr sin volver la vista atrás y pasé junto al tío Doramar. La alberca apenas se podía ver por la calima. Yo también me desnudé y me zambullí.
- ¿La traes? -Juan de Dios ya tenía una cierta pelusilla en la cara.
- Sí.
- Vale… salgo.
Era tanto como decir, ‘salid’. Nos sentamos… - Si coges una hormiga y te la colocas en el pijo, aquí, en el capullo, por dentro de la piel… te mordisquea y se te entra hasta los cojones – y así lo hizo el jodido.
El Agustinillo y Carmelo lo intentaron, pero creo que no fueron capaces de hacerlo. Tampoco puedo recordarlo con precisión. Fue por los días en que apareció aquella pareja en el pozo, junto al paseo, ahogados y se incendió el circo de los gitanos. Unos meses más tarde Angelito que estaba talando el álamo del huerto del tío Ciriaco se calló desde lo más alto y no volvió a caminar. Yo creo que lo vi todo desde el pretil, en el recreo de la escuela, aunque pensé inmediatamente en la alberca del tío Sotero y en Juan de Dios frotándose con lentitud mientras fumaba. - A ver, coge por aquí y haz así… arriba y abajo.
Juan de Dios lo decía siempre, incluso aquella tarde en el campanario de san Antón durante la fiesta, en enero. Durante el cuarto de hora de campana al que teníamos derecho por traer leña para la hoguera, me sujetó con fuerza la mano. Estábamos solos y me dijo que él la tenía más grande. Que me la sacara. Me hizo agarrársela y noté cómo temblaba.
Don Mariano hizo que me sentase en la silla y me tomó la temperatura. Seguía mareado. Mamá esperaba a mi lado con la mano preparada para seguir azotándome. - Es como si se hubiese emborrachado y tiene un olor a tabaco que apesta.
- Es lo que suele pasar.
- Me vuelve loca, don Mariano. Siempre trae alguna. Lo mismo con alguna inyección de vitaminas se le asienta esa cabeza que tiene.
- Ya veremos.
Necesitaba cerrar los ojos un momento, pero tampoco recordaba que ella, mi señora, se hubiese referido a eso. Tampoco tendría que haber sido más explícita… yo creo que sólo se deben tomar decisiones porque uno lo quiere así.
No sé por qué ahora se me viene a la cabeza Juan de Dios y su hermano Pepito. Vivían una puerta antes de la mía. Sí, donde ahora vive Joselete. Cuando me enseñaba su verga sentía el deseo de cogérsela y tirar de ella y verla temblar. A veces también me la imaginaba agarrada a la cuerda que sujetaba la mía a las vigas y, mientras me balanceaba hasta que parecía que se me iba a partir y me ahogaba, notaba la humedad de su lefa, y la veía cubriéndome con un sabor a suero, pastosa y salada. Juan de Dios era mucho mayor que todos nosotros. También lo era Pepito, su hermano. Su madre la Gumer tenía mala fama. Era una mujer que usaba blusas ahuecadas y que cuando se agachaba se le bamboleaban los pechos como enormes badajos. Era muy delgada, y, al ceñirse el vestido que se le había abierto casi de par en par, se le remarcaban todas las curvas del mundo.
Aún no sé su nombre. He llegado aquí, a su casa, me ha abierto la puerta y no sé con qué nombre pensarla. Me empieza a matar el cuello y esta necesidad de orinar. Tal vez, claro, al baño sí podría acercarme. Al fin y al cabo, es una cosa natural.
Creo que la Gúmer me infundía algo de miedo. Todo en ella era excesivo. Había puesto una goma en el corral con la que nos mojaba cuando Juan de Dios había salido a algún recado. Pepito subía a ponerse el bañador y ella se inclinaba antes de ajustarse el cinturón del vestido y todo se volvía espléndido. Se sentaba, en algunas ocasiones, y se subía la falda mientras se secaba los muslos por dentro. Y, durante las siestas, una y otra vez, en los corredores, cuando me tumbaba sobre las piedras del trillo, o me recorría con el cactus de mamá los testículos y la poya o me arrastraba boca abajo y me clavaba los pernos del rastrillo no tardaba en eyacular. Ahora que lo pienso siempre deseé superar ese modo de actuar. Al fin y al cabo, meneármela y pensar en la madre de mi amigo debía ser, creo yo, algo despreciable. Pero tampoco me atreví a confesarlo. Nadie sabe cómo piensan los curas.
Es posible que desde el corredor haya un pasaje hasta aquí, inmóvil y con la esperanza de ser aceptado en su reino. Me ordenaré sacerdote y oficiaré en el altar de la sumisión y, tal vez, si lo desea, combatamos el magnífico combate que desencadene mi kenosis… y, por último, me pasee como un simple trofeo sujeto con la maroma de la esclavitud ante los ojos de su pueblo.
Tres horas, cuatro, cinco, seis… ya no queda nada, sólo permanece el aturdimiento. No hay ni pensamiento ni voluntad, sólo lo que uno puede o no puede dominar, como quien actúa desde muy lejos. El hambre, la sed, el temblor, el rebrote de la orina desde el huesos… En el vaquero aparece un cerco oscuro que empieza a gotear sobre la alfombra.
Pensé, por un instante, en levantarme un momento e ir al baño y abandonar. Al fin y al cabo, nadie se enteraría, tampoco ella. No me había casi ni saludado. La conocía de lejos, aunque siempre a través de terceros… desde la lejanía de las redes sociales me había vuelto a la infancia. A mis primeros deseos. Y ella parecía leerme. Aunque, sin embargo, desconocía su nombre. Sí. Lo mejor era mear y volver a la posición original. Claro que, si eso es así, por qué no sentarme en el sofá y cuando la oiga, bueno, cuando la oiga ya veré. Al fin y al cabo, tampoco es una verdadera orden… y yo estaba al fin aquí para algo. Sigue chorreando y noto cómo se humedece la alfombra junto a mis rodillas.
A la Gúmer se le aplastan algunos pelos del coño, entre la pernera de las bragas, y el muslo y hoy no lleva sostén. Es posible que una cucaracha en el pene muerda con más fuerza que una hormiga. Es más grande y el tamaño en estos casos pienso que tiene que importar. O un gato… o el perro con esos lametones que da cuando come. Tampoco es descartable un ratón. Me voy a colocar ‘alquiribiti’ en los huevos y los voy a prender fuego para ver si los pelillos se retuestan. Es azufre, desde luego, el combustible del infierno…
Mi madre siempre me consideró un buen chico, aunque a mí siempre me pareció una exageración. Entraba por una puerta a todo correr, cogía la cata y salía por la portá. Y allí, en el cerquillo, Carmelo y Juan de Dios con el trompo y las chapas. Hoy me empieza a doler, como entonces, el vientre. Necesitaría ir al servicio, pero no tengo claro que esa sea la voluntad de la señora.
Cuando oscurece ya se nota el charco sobre la alfombra… Me hubiese gustado untarme los huevos con azufre, desde luego, pero me conformé con colocarlos un día de calima, en la huerta, mientras regaba con el motorcillo campeón, sobre un hormiguero y observar cómo multitud de seres con sus patitas y sus dientecitos se desparramaban por la piel hasta llegar al glande… creo que también sentí que exploraban otras vías más oscuras. Lamentablemente, me parece que el extraordinario estado a que hago referencia no puede ser comprendido sin olvidar los principios más sagrados de la moral. Tal vez si fuese capaz de doblegar el cuerpo y, dios mío, llegar con los labios a acariciar los pequeños engendros que me transitan… quizás entonces hubiese dibujado con las yemas de los dedos las esferas celestes y me hubiese bastado… aunque no creo que haya algo más allá del presente.
Cuando entró, varias horas después, permanecía en silencio. Se detuvo un instante y se fijó en la alfombra y continuó hasta el baño. Se cambió, se sentó en el sofá y prendió un cigarrillo mientras se sirve una copa. Yo permanezco en silencio. Cena, se acuesta y yo aún estaba allí.
SÁBADO 9 DE MAYO 2019
Esta noche aún estoy vivo, y durante el amanecer, y a las nueve y a las diez, también a las once cuando se levanta. Se despereza.
- Ven a la cocina.
Me avergüenzo de la suciedad y el olor que desprendo. Yo no huelo nada. Eso es lo normal, pero he convertido el salón en una cuadra por la que me arrastro. Me contuve durante la noche y cerré los esfínteres, pero no pude evitar el río de orina que empapaba la alfombra antes blanca y ahora teñida por una gran mancha oscura. A las tres de la mañana, creo, porque no uso reloj, comencé a babear con incontinencia sobre el cristal de la mesa. Observar cómo la saliva modificaba su textura, cómo se volvía espuma, se desparramaba y configuraba surcos como torrentes de insectos me distrajo y dejé de pensar.
No le pregunté la temperatura del café, tampoco si lo tomaba con cereales o con leche o con galletas, o con un pedazo de bizcocho que tenía en uno de los armarios. Tampoco la interrogué sobre el mantelillo, ni siquiera sobre una servilleta junto a la taza, a la derecha o a la izquierda, sencillamente, la serví como sabía que ella deseaba. Me coloqué en el suelo en la misma posición en que ella me había dejado el día anterior y esperé.
Sí, aunque sea absurdo, lo conozco: sus gustos, sus necesidades. No es necesario hablar.
Me aceptó un día del mes de enero y desde ese momento sólo me dirigí a ella. No se piensen que soy un monógamo mojigato, ni mucho menos. Nada de eso. Sólo que es como si me saciase esperándola.
El suelo de la cocina son baldosas a rombos marrones y blancos y se me clavan en los huesos de las rodillas. El frío consuela, pero no es suficiente.
- Por qué no te levantas y te vas… no te quiero por aquí.
No me atrevo a mirarla. No me suena a orden, sólo a ruego.
“Estimada señora…” creo que comencé así aquel día de enero… “sería un honor… ” y a partir de aquí una equivocación tras otra… “que me permitieras ser su amigo… “ y otros tuteos más… y otras inconveniencias propias de un gañán… y su respuesta lacónica: “es una falta de humildad tutear a una dama”… e inmediatamente se me vino el mundo encima…. Aunque lo sentí inmediatamente: una bendita equivocación, cientos de equivocaciones… miles de equivocaciones… una cucaracha sobre la almohada, el reconocible olor a pis sobre la alfombra… y, claro, un justo castigo con la fusta o con la vara o con lo que ella tuviese a bien… Dios mío, bendito pecado… un vergajo de cien puntas que doblega el cuerpo, una corona de espinas que mantiene serena la mente y una traviesa ensartada hasta el fondo del ano.
- No puedo soportar la suciedad…
No sentí que me preguntara y, claro, no me atreví a responder.
DOMINGO 10 DE MAYO
El suelo de la cocina es un charco asquerosamente amarillo. Entra descalza y chapotea sobre el pis. Se arrodilla a mi lado y me coloca un collar de cuero alrededor del cuello. Me frota la espalda con la mano humedecida y siento su aspereza. Los labios me saben a herrumbre. Me ayuda a levantarme, me sujeta para que no me fallen las piernas y entra conmigo en el baño. La bañera es una manta de espuma. Me ayuda a entrar en ella, me acaricia el pecho con una esponja. El agua huele a ella, y sabe a ella y tiene su misma textura. Araño su superficie y me dejo caer hacia atrás. Cuando me seca me coloca una cadenita en el tobillo… yo sigo imaginando trasgresiones y ella las espera, creo, y traza los límites de sus dominios en toda la geografía de mi cuerpo.
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