El Inicio by _Diaval_
La noche cayó mucho más rápido de lo que esperaba. Las nubes naranjas sirvieron de preámbulo para el espectáculo del cuarto menguante que poco a poco las pintaba de plata. Terminé de ajustar mi corbata y me dispuse a pulir mis zapatos. Tenía la mirada perdida y con mucho esfuerzo intentaba dejar la mente en blanco. Ya calzado cogí el antifaz negro que estaba sobre la mesa al lado de la puerta, me calé el abrigo y salí a la calle. Era una noche fría de mediados de noviembre y en el pavimento se adivinaba el rastro de una fugaz llovizna, ahora ausente. Caminaba con paso decidido y algo informal por la calle que bajaba a la avenida. Iba con la mano en el bolsillo del abrigo palpando el antifaz que por dos semanas había tenido en la mesita siendo testigo de mis infinitas vueltas a la habitación, mis delirios, mis inseguridades. Todo eso había quedado atrás y me dirigía a mi destino, el destino que había sido trazado para mí desde antes de que fuera consciente de mi realidad. Al llegar a la avenida cogí un taxi que me acercó a una calle pequeña a tres kilómetros de mi domicilio. Al bajar me di cuenta de que otras personas iban al mismo sitio que yo. Ataviados de elegantes atuendos iban solos o en pareja, mirando a los lados como si temieran que los siguieran. La falsa moral hace mella en las mentes débiles, pensé. Caminé por una calle estrecha situada detrás de un hospital, de difícil acceso. Cuando llegué al final de la calle me situé en frente de un portón más negro que la noche y pulsé el timbre diminuto y discreto. Se abrió una ventanilla a la acerqué mi invitación. La cogió una mano delicada con uñas largas y rojas y acto seguido se abrió la puerta. Dentro no había rastro de la persona que cogió la invitación. Está oscuro. Me pongo mi antifaz y a tientas logré palpar una cortina delante de mí, la atravesé. Sonaba música jazz y la gente (también con antifaces) charlaba amenamente. Me acerqué a la barra y ahí la vi, al fondo. Un cuerpo voluptuoso de un metro setenta en un vestido de noche que resaltaba sus muslos fuertes; sus piernas cubiertas en medias de satén terminaban en un par de zapatos negros brillantes con un tacón finísimo. Todo había valido la pena, mi corazón saltaba de regocijo mientras me acercaba hacia ella. Su antifaz dorado brillaba con las luces del sitio y su boca me regaló una sonrisa arrogante pero sincera. Llegas un poco tarde, me dice con sorna. Perdone usted, mi señora. Respondí apenado.
Después de charlar y beber tres cócteles, noté como el calor empezaba a envolver mi cuerpo y que, a través del antifaz, los ojos de mi señora chispeaban mientras su cadera se acercaba a mi pelvis con coquetos contoneos. Su arrogancia y la sensualidad del momento hacían que mis vasos sanguíneos se dilataran en cada parte de mi cuerpo y llevaran toda la sangre existente a mi miembro, que bailaba alegre y vigoroso dentro de mis pantalones de vestir. Lilith lo había notado en seguida y me susurró algo sobre una jaula. Me indicó que la siguiera y me condujo por una puerta al final del salón. Intenté disimular mi impresión al encontrarme en un recinto amplio en el que se disponían ocho camas grandes con doseles y cortinas de seda transparentes alrededor de lo que parecía una piscina. Sobre las camas se encontraban parejas y grupos de gente participando en los actos más lúbricos que jamás hubiera imaginado. Nos dirigimos a una cama en una de las esquinas en la que se leía “LILITH” escrito en pétalos negros sobre las almohadas. No me había terminado de percatar cuando mi señora me ordenó que me arrodillara, a lo que obedecí inmediatamente. Con la cabeza baja, pude notar que se desprendía del vestido, que caía a un lado de sus zapatos. Ya puedes levantar la cabeza, Stolas. Levanté levemente mis ojos y la vi imponente, semidesnuda con un corsé hecho de tiras de cuero y argollas de metal. Las medias de satén se cerraban en los muslos con encaje negro. Emocionado me abalancé sobre sus pies para besarlos, extasiado. – ¡Cómo te atreves! No te he dado ninguna orden de que te muevas- me gritó y su voz retumbó en la sala por encima de todos los sonidos, empujándome de una patada que me hizo caer sobre mi espalda y entre mis piernas abiertas colocó su zapato y ejerció una presión que me hizo aullar, sentía el finísimo tacón presionando la piel de mis testículos. Me sentía humillado y eso me encendía aún más. No podía pensar con claridad, quería sufrir por sus manos, llorar, sangrar, eyacular. Quítate la ropa, ordenó con voz potente, seca. Me quité la ropa en medio de temblores, no sé si por los nervios, por la emoción o por el miedo a lo que se avecinaba. Pude notar que algunas personas se acercaban para ver y me observaban. Mi cuerpo estaba brillando de sudor y sentía mucho calor. Percibir las miradas sobre mí hizo que mi erección llegara a su máxima expresión y mi señora pudo notarlo. Mientras veía a mis espectadores, una sensación que me quemaba en los muslos me hizo retrceder y gritar de dolor. Mi señora estaba sentada al borde de la cama sosteniendo una paleta forrada de cuero y estaba preparada para darme otro azote aún más fuerte. Caí sobre mis rodillas al chasquido del cuero y ella levantó mi mentón con la punta de su zapato. Levántate y no vuelvas a distraerte en mi presencia dijo con autoritaria arrogancia. Me ordenó tenderme en la cama boca arriba, orden que obedecí sin chistar. Extendí mis piernas y brazos en cruz y me ató con cintas de cuero los tobillos y muñecas. Estaba inmovilizado, a su merced y sabía muy bien que no tendría piedad. Observé cómo de un lado de la cama cogió una vela negra, la encendió, y por un momento se quedó mirando la llama y sonriendo, esperando que se formara el esperma. Yo la miraba igualmente embelesado. Miraba sus manos blancas y sus uñas pintadas de negro, largas, simétricas, sobrias. Miraba la manera en la que cogía la vela y lo sentí. Sentí que era demasiado y que de mí brotaría todo lo que estuve conteniendo desde hace dos semanas. Sentí terror. Intenté pensar en otras cosas, pero más gente se acercaba y mi señora posó sus ojos en mí: Con esto empieza tu iniciación y vertió el esperma de la vela sobre mi miembro erecto. El dolor fue instantáneo al igual que mi orgasmo que estalló entre mis gritos ahogados, las exclamaciones de admiración y una que otra risa de la audiencia; a medida que caía el esperma negro de la vela brotaba el esperma blanco de mi miembro palpitante haciendo un contraste único. Mi señora no parecía complacida. Brotaron chispas de sus ojos oscuros y, poniendo la vela a un lado, cogió una fusta con la que me azotó fuertemente en el pecho, el abdomen y mi miembro. ¿Quién te ha dado permiso de eyacular, cerdo asqueroso? ¿Quién? ¡Respóndeme! Retorciéndome trataba de formular palabras, pero solo salían quejidos al ritmo de los nuevos azotes. Quedó mi pecho al rojo vivo al igual que mi miembro que seguía semi-erecto. Mientras desataba mis manos y pies, me ordenó colocarme a gatas y vendó mis ojos. Podía sentir su gusto y su satisfacción al atarme y dejarme indefenso, expectante. Mi miembro volvió a su vigorosa danza. No podía ver nada, aún sentía el calor de los azotes en el pecho y en el abdomen. Pasaba el tiempo, no sé si fueron segundos o fueron minutos, dejé de escuchar el murmullo de mi audiencia y solo se escuchaban los gemidos lujuriosos provenientes de otras camas. Sabía que ella estaba ahí, regocijándose a mis espaldas. Súbitamente sentí un dolor difícil de explicar, se sentía como un hilo de fuego me cruzaba las nalgas y la parte de atrás de los muslos. Lo volví a sentir en la planta de los pies y sentí ganas de llorar. Otra vez lo sentí en mis nalgas y el sonido era como el de un látigo, aunque escuché a alguien murmurar “bambú”. Sentí la mano de mi señora en mis nalgas y cómo las abría y colocaba lubricante en mi ano. Una oleada de terror mezclada con placer se apoderó de mí. Sabía lo que se avecinaba, aunque nunca había experimentado algo como eso. Mi corazón latía rápido y lágrimas y sudor corrían por mí cara. Sentí que introducía algo duro. No sentía dolor, pero sí una presión incómoda que poco a poco se fue haciendo menos frecuente. Luego sacó el objeto duro y me dio más azotes, esta vez se ensañó con la planta de mis pies. Está buscando mi límite, pensé. Abrió un poco más mis piernas (que ya temblaban) para introducir un objeto fálico en mi ano. La sensación era extraña, la presión era incómoda, pero mi señora movía las caderas detrás de mí y eso me enloquecía. Estaba extasiado, mi cuerpo era de fuego, el calor se extendía dentro de mí y en las marcas de mis azotes. Podía sentirlo todo, me volví etéreo, era consciente del fluir mi sangre a través de mis heridas y yo fluía con ella. Yo era sangre, era sudor, era semen, semen, semen… A la mañana siguiente, desperté tendido en un pequeño sofá en el vestíbulo. Mi garganta estaba seca y mis ojos ardiendo. Me incorporé y pude notar el dolor en mis nalgas y muslos y me eché a reír, contento, redimido. Me desmayé después de mi segundo orgasmo y no desperté hasta ese momento, fue lo que me dijo la dueña del sitio y una de mis espectadoras. No es fácil pertenecer a Lilith, me dijo. Asentí sonriendo, le di las gracias y me levanté. Aún me temblaban un poco las piernas. Salí del local y el nuevo día recibía a un nuevo hombre. No soy el mismo que salió esa noche de aquel pequeño piso a varias calles de aquí. Todo lo que en mi cuerpo se ha marcado se ha marcado también en mi alma y en mi vida, quedando así sellado mi destino.
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